miércoles, 13 de octubre de 2010

Pretensiones...

... son las que tengo cuando escribo. Y cuando me leo.

De cómo las jorobas de un camello encierran más fantasía que vos.

UNO

El escritor iba por el desierto anotando lo que veía. Arena, por supuesto, pirámide a lo lejos, y pensó que sería un buen título para su novela, pero luego, áspid. Áspid, qué gran fonema. Lo anotó en el margen del cuadernito. Estaba usando su propia sangre para escribir, con el dedo meñique, como aquella madre de trece hijos le obligara a hacer hacía seis años. No había forma de parar el sangrado, y no había forma de morir. En su sofocación, bajo el sol de Egipto, sin amigos y sin agua, el escritor, pálido y pelirrojo, aprendía a ser más precavido. Sin embargo, en su búsqueda, quedaba la escapada como único fin, y es bien sabido que huir nunca es sabio, y por lo tanto, no es precavido. Escuchó el lamer del aire de unas finas aletas que giraban, furiosas, circulares. Enterró sólo la cabeza en la arena, mientras seguía escribiendo con el dedo un poema sobre el maíz. No fue suficiente: lo encontraron. Los helicópteros de granito bajaban como tiburones, y él ahí, cobarde, escondido. Acusado.

DOS

Frente al fiscal, comparecía a pesar de su tartamudeo. Dos veces había llamado al presidente, y le había dado ocupado. Gastar sus dos llamadas en un contestador lo hacía sentirse ignorado, recibido por las máquinas, como el juez, La Calculadora. El fiscal lo tomó al juez de la lengua, la estiró, y la acarició. En la sala cóncava, del otro lado de una puerta, el escritor veía al guitarrista sonriéndole, con la confianza ciega de los que ven el futuro en lo que ya pasó, entonces lo que viene ya no importa. El fiscal dejó de acariciarle la lengua al juez, le echó la cabeza hacia atrás y chasqueó un solo dedo . No se sabe aún cómo lo hizo. El juez sufrió ondulaciones por todo el rostro. La peluca canosa y su cara de abnegación lo hacían parecer un espantapájaros para la esperanza. Se inclinó levemente sobre el escritor, y le sonrió, castañeando los dientes con un ruidito mecánico, como peones de ajedrez de marfil chocando enfurecidos unos contra otros, jugando una guerra que no es suya, ni de los reyes, ni de las reinas, pero sí quizás de los caballos. El juez, (desde ahora La Calculadora, para mayor confusión) emitía veredictos con la mirada, cerraba y dilataba las pupilas, y adentro de ellas un brillo blanquecino significaba chispa para el escritor, al que se le ocurrían ideas como patos en un juego de tiro.

_ Yo no fui – dijo, inocente, en todos los sentidos.

_ Eso es trabajo del juez - replicó el fiscal rascándose el sobaco. Lo olió, y cayó desmayado. Desde el suelo, en un sueño lisérgico, le dictaba a la octogenaria taquígrafa lo que había desayunado. La Calculadora seguía sin emitir resultado.

_ Igual a… - el escritor contuvo la respiración, lo que le valió la muerte de algunas neuronas que terminaron de escribir sus cartas suicidas y se lanzaron al vacío por la nariz. Cayeron frente al escritor, que las miró, las tomó entre índice y pulgar y las lamió, saboreándolas.

_ Igual a…

TRES

En la cárcel todo es gris, pensaba el escritor, excepto la comida que es verde. Su inocencia sólo le permitía hacer buenas migas con los pigmeos de Papúa Nueva Guinea, acusados de canibalismo, con los que discutía sobre Proust, Kierkegaard y Los Beatles. Siendo que no se le permitía tener ninguna posesión, ni siquiera el sentido común, el instinto restante le permitió llegar a tener que escribir en las paredes, dado que no tenía papel. Comenzó por la zona más cercana a la cama, estando acostado, por lo que la novela que llevaba a cabo se dispersó en fragmentos inconexos espacialmente. Decidió que el caos en el que se encontraban dispuestos favorecía el hallazgo de nuevos sentidos, y lo dejó ser. Cuando llenó dos medias paredes, un guardia, curioso y amable, le pidió entrar a leer. Pasaron una tarde amena discutiendo la sintaxis y el contenido de las oraciones. Luego el guardia lo subyugó y lo obligó a tener sexo con él. Al día siguiente, cinco palomas estaban en la ventana de su celda. Le cantaron un tema de Ray Charles, ya que una de las aves era ciega, y otra tenía un swing excelente para el piano. Las otras tres hacían coro, aunque una no paraba de dejar de cantar para atender el celular. “El mundo es tuyo” le dijo una sexta paloma, roja, que hablaba con voz de niño. El escritor recordó lo que eso significaba. Metió la mano en el bolsillo y extrajo el Planeta Tierra.

Se buscó entre la multitud de personitas, se encontró, y se tomó desde arriba, un índice y un pulgar infinitos que bajaron a tomarlo de la remera, y colgando de su propia mano, se depositó en un campo lleno de árboles con frutos blancos.

CUATRO

Un granjero vestido con piel de castor lo miraba desde lejos. El escritor lo saludó. El granjero echó a volar, asustado. El escritor sabía que no tenía oportunidad de sobrevivir, pero no le importaba, era inocente y con eso bastaba. Aunque no estaba del todo seguro, dado que continuaba viendo el viento entre sus pelos, desfigurándolo hasta no conocerse. Se olvidó entonces de quién era. Se olvidó de que tenía al mundo en el bolsillo, lo único que tenía, lo único que seguía el sentido de las cosas. Se olvidó, se acostó bajo el árbol, y se durmió sobre la Tierra, dejando en su lugar un plato de brócoli con aceite. Fin.

EPÍLOGO

Sugerencia: léase tomad@ de la mano de algún gato o persona de pensamientos caóticos. O contrate gratuitamente los servicios de una vendedora de ropa. Que le recite, tratando de darle una melodía a todo, el catálogo de prendas que vende. Que sea sincera con los precios. Si no, o si todo esto falla, para el máximo disfrute de esta prosa acelerada, piense que está tardando en caer de un precipicio más de lo que espera. Como buen suicida, conoce de estas cosas. Pero aguante. Entonces empiece a leer.

martes, 7 de septiembre de 2010

Concurso de la Biblioteca Nacional

No sé por qué, pero nunca puse en este blog que yo (guión) y Erica Villar (dibujos), en una historieta conjunta, fuimos parte de los 24 ganadores del concurso que el año pasado hizo la Biblioteca Nacional.
Pongo esto hoy, un día antes de la entrega de premios, sólo para que esté el registro:

Les comunicamos que el libro-revista sobre el concurso del DIA de la historieta 2009 entró en la fase final, y ya partió del área de publicaciones de la Biblioteca Nacional hacia la imprenta.

También queríamos comunicarles que lo estaríamos presentando, junto con ustedes en sociedad el DIA 8 de Setiembre del 2010. DIA que estaríamos realizando un acto, con la entrega de diplomas a ustedes.

Esto se realizara en la Biblioteca Nacional en el salón Ortiz a las 18 horas. Seria de suma importancia, que pudiéramos contar con la presencia de ustedes, familiares e invitados que ustedes puedan hacer participar de este evento.

La idea es que cuanta mas gente asista mejor y cuanta mas difusión se le de mas aun.

Con una gran difusión lograremos la continuidad del concurso, que a partir de este año

2010, se pasara a llamar HGO 2010.

Y la intención es que ya quede instalado y se realice todos los años.


He ahí la información.

viernes, 13 de agosto de 2010

Muestra





Sólo digo que voy a recibir a los visitantes vestido de botones... pero a quién le importa?

viernes, 16 de julio de 2010

Vectorized



En otro orden de cosas, ya salió el número 3 del Hotel de las Ideas. Ah, y el 3 también de Terror y Ciencia Ficción.

miércoles, 23 de junio de 2010

Hombre corriendo

martes, 15 de junio de 2010

El Bicho Negro

Esto es del año pasado. Una historieta rara con este bicho que medio inventé (porque no estoy muy seguro de dónde copié algo del aspecto que tiene. Capaz de Disney). Tengo la impresión de que no se entiende una mierda mi letra cursiva, y que la situación no ayuda mucho. Igual la subo, lo tenía olvidado al blog. Ah, esto de aquí abajo se lee en columnas.

sábado, 12 de junio de 2010

Dr. House

Bueno, esto es muy viejo. Data del 2006, en ese momento todavía no se habían hecho tantos chistes con House y creo que esto era más gracioso. O más sentido, no sé.


martes, 1 de junio de 2010

El hombre que empequeñecía hasta desaparecer

Un ejercicio para la clase de Taller de Escritura Creativa. A partir del título que da nombre a esta entrada, había que escribir un "algo". Helo aquí:

El hombre que empequeñecía hasta desaparecer.

El hombre que empequeñecía hasta desaparecer trató de alcanzar el siguiente estante con una mano temblorosa. Oscilaba expectante, colgado de un arnés. Recordaba cuando le habían explicado que a medida que pasara el tiempo, le sería más difícil llegar a los libros de más arriba, y que por eso le convenía dedicarse a otras actividades de ocio. Pero él no se rendía. Leer era una de las pocas cosas que lo alejaban de su vida real, sino la única. Terminó de escalar la estantería hasta donde podía, y miró hacia abajo. “Hace un mes fueron sólo dos metros” pensó”Hoy ya son cinco”. Miró a su izquierda, donde unos cuantos libros, todos más altos que él, se apoyaban contra la pared, y sonrió triunfante. Pero luego levantó la vista. En la fila de arriba, un libro mal ubicado sobresalía del resto, más allá del borde de la estantería, a una distancia fácil como para empujarlo hacia el suelo. Habían pasado varios meses desde que tomara un libro o lo cargara encima suyo, porque ya no podía aguantar el peso. El hombrecito se acercó, con cautela. Se puso debajo del volumen. Lo miró. Creyó leer “Kafka”, pero cuando el manotazo terminó de acercar el enorme ejemplar, durante un brevísimo instante, leyó con claridad: “Kant”. El libro ya caía en picada, cuando el hombre comprendió que esa noche le tocaría leer filosofía. No podía seguir subiendo mucho más, y todo lo que tenía debajo ya lo había leído. Además prefería no sacar más cosas de la biblioteca, porque luego sería el doble de trabajo devolverlas. Se esforzaba, sí, pero no quería vivir también a merced de sus gustos. “Kant será, entonces”, se dijo mientras se deslizaba por la cuerda.
Al llegar al suelo, caminó hacia el volumen, que había aterrizado parado, y lo empujó para que cayera con la tapa contra el suelo. Miró a su alrededor, buscando algo. No podía leer sin aquello. Empezó a deslizarse, por si chocaba con el objeto en la penumbra a la que no llegaba la luz de la vela encendida, que como un faro dominaba desde el centro toda la habitación. Se abrió paso por el cuarto, entre las diminutas escaleras que descendían desde lo alto de cada mueble, y los cubos de madera sobre los que se subía para leer. Chocó con algunos pesados volúmenes que le había sido imposible volver a subir y reubicar. Había estado a punto de matarse tratando de alzar “Crimen y castigo”. Consideró que a ciertos escritores era mejor dejarlos tranquilos.
Creyó que habría perdido el rastro de lo que buscaba, pero un reflejo de la vela a unos centímetros suyos le mostró dónde estaba el objeto. Fue hasta él y lo arrastró hacia la luz, revelándolo: una enorme lente, sostenida por pequeños brazos de metal y un trípode de madera con rueditas. Lo llevó hacia el libro y lo dispuso de manera tal que achicaba lo que se veía a través de él. Luego tanteó alrededor, y con ambos brazos y bastante fuerza, atrajo para sí una pinza más grande que él, que dejó al lado suyo. Se colocó frente al libro, y levantó la tapa empujando para arriba con las dos manos. El libro se abrió. El hombrecito consideraba un triunfo llegar sólo hasta ese punto. El esfuerzo y sacrificio que le suponía leer cada libro, se veía recompensado al empezar a leer otro, aunque luego tuviese que devolverlo. Tomó la pinza y corrió la primera página. Se subió a uno de los pequeños (cada vez más) cubos de madera que usaba para ponerse a la altura de los libros. Corrió unas páginas más hasta que empezaba el texto. Acercó la lente con la pinza y empezó a leer. Movía la lente a medida que avanzaba en la lectura. Leía en silencio, disfrutaba cada oración como si fuera la última.
Todo era paz en la habitación. Nada tapaba la luz de la vela, ni polillas ni pelusas. Sólo se oía, cada tanto, la pinza sobre el papel, la hoja pasando. Muñecos despojados de su ropa miraban a la nada desde varios rincones, y una flor sin agua hace semanas se secaba encima de una silla. La vela se fue consumiendo y dejando el cuarto cada vez más a oscuras. Ya se hacía difícil leer. “Bueno, un rato más y a dormir”.

El hombrecito pasó la página, pero antes de que la hoja aterrizara, ya no había nadie leyendo.